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jueves, 16 de abril de 2020

August Rodin. Constantin Brancusi. Divergencia y confluencia.

El arte es un lenguaje. El lenguaje es un código para comunicar, para pensar. El arte encuentra distintos materiales o canales para ser. Es sofisticado o simple, figurativo o abstracto. Es reposado o urgente, vanidoso o elegante. Es gestual, narrativo y detallado, o es frío, depurado y lejano como un ruido que habita el horizonte. El arte es acuñado en la blandura del barro o parido de un enorme bloque de piedra. Es amor o es guerra, pacífico o pesimista, lujo o miseria, sangre o luz. Es un alma humana que urge a sus semejantes a observar, a escuchar, a vivir.

August Rodin quizás recorrió muchos de los caminos que tiene el arte para ser, sin duda, conoció la técnica y dominó el material. Fue un escultor capaz de congelar momentos, capaz de escoger el gesto concreto que narra una historia, el momento exacto que vale por el todo. De algún modo, posee una mirada concreta y concisa, de amplitud oceánica.


Rodin es un artista que nos mostró la introspección y hondura humana en el pensador. La actitud diversa, valiente y digna, ensimismada y asustada ante la muerte, en los burgueses de Caláis. Mostró todo el erotismo, cruda sensualidad, en sus desnudos femeninos o, toda la tensión dramática, fuerza esencial en el desnudo masculino.







Materializó el pensamiento de Dante en sus puertas del infierno, un catálogo de figuras que, tomadas de forma autónoma, suponen un resumen de la mejor escultura de finales del siglo XIX y, tomadas como conjunto, suponen una poesía visual digna del magnífico poeta florentino, que transitó el limbo, bajo a los infiernos y arribó al paraíso.







Partiendo de postulados académicos y de su conocimiento directo de la obra de Donatello o Miguel Ángel, supo trazar un nuevo camino que convertía la figura académica, desprovista de vida y contexto, en figura viva, que muestra las desdichas o las esperanzas del hombre y la mujer, que muestran las huellas del proceso creativo, ya sea la muesca que deja el artista en la talla directa, la acaricia manual sobre el barro o la dramática herida que infringe el molde al separase del bronce. Así, un proceso creativo repleto de lirismo y verdad.




De este legado podemos extraer un obra que es paradigma rodiniano (palabra de difícil encaje que me acabo de inventar). El beso.





Sin duda, cualquier lenguaje es válido para explicar el amor. Sin duda la plástica halla en el amor un tema privilegiado para conducirse con acierto en pos de la belleza. Sin duda la belleza es amor, está, habita en el amor, como el amor refleja lo bello. Captar mediante elementos plástico el amor es un acto al que el artista no se puede resistir y, August, Rodin, escogió un acto de amor para crear un discurso bello.

Su beso es un beso profundo, que muestra con amplitud los cuerpos entrelazados de los amantes pero oculta con sutileza el contacto preciso de los labios, dando protagonismo a todo el mecanismo físico, incluyendo toda la anatomía implicada en el gesto mínimo que pone en contacto una mínima parte del cuerpo de los amantes. Se abrazan y sienten, se elevan como espiral cálida hacia el infinito. Sus cuerpos escapan a la pesadez pétrea de su materia, sus cuerpos se pulen, se definen sacudiéndose la materia informe de la que despegan. Sin embargo, esta liberación de las figuras respecto a la masa, deja a esta en la crudeza de su basta geología.

¿Cuánto significado se concentra en este instante? ¿Cuanta fuerza física y espiritual materializa este gesto? Amplia narración, colosal metáfora.

Rodin aprendió junto a los maestros de la academia en París, donde llegó como hijo de campesinos. Viajò a Italia y trascendió a sus contemporáneos, a su arte, hollando un camino arriesgado y leal consigo mismo, retando a los cánones decimonónicos, anclados en una idea de belleza perfecta en su frialdad y aburrida en su perfección. Rodin es el escultor del impresionismo, porque captó todos los fenómenos que rodean la génesis de la obra y las contingencias que afectan al material, la dinámica del mundo y lo cambiante del tiempo, que dejan su sello en la obra de arte.

Rodin conoció e invitó a colaborar con él a un joven rumano recién llegado a París para convertirse en un gran escultor. Este lo rechazó, a pesar de la admiración y reconocimiento que sentía por el maestro francés.
Constantin Brancusi estudió en Bucarest, y tras su formación académica en bellas artes recorrió a pie la distancia entre la capital rumana y la francesa. Se sumergió en la bulliciosa París de las vanguardias. Trabó una íntima relación con Amadeo Modigliani (sin duda, hijos del mismo Dios) y admiró la obra impresionista y avanzada de August Rodin. Flirteò con el impresionismo pero pronto inició un camino personal, esencialista, depurado, objetivo, primigenio y ligado solo a la escultura, a su esencia dibujada y matérica. Creo una relación intensa con el material, hasta dejar a este como único protagonista de su soliloquio.




Constantin redujo su lenguaje a la esencia de cada forma que le inspiró. Buscó y halló la más simple y limpia de las formas. Se expresó empleando el cubo, la levedad de una curva parabòlica, el trazo cerrado de un ovoide, que se tradujeron en un hermanamiento con el diseño más primitivo, un homenaje al arte tribal de nuestros antepasados y aprendió de la belleza seminal de las figurillas prehistóricas.





 


Constantin Brancusi eliminó toda referencia al contexto, ignoró cualquier tipo de narración, enmudeció la materia para elevarla a símbolo o metáfora. El pájaro, el cuerpo humano, la geometría, se reducen a si mismos, son una página en blanco que no ofrece nada salvo su presencia. Su significado, su principio y su fin se agotan en sí mismas, en sus formas sencillas y en su materialidad pura, en su discurso intemporal.

Brancusi construyó una torre infinita, demostrando a los dioses que podía alcanzar su Olimpo. Dibujó un pájaro aerodinámico y veloz, un cuerpo que atraviesa el viento anclado a su pedestal. Redujo la faz humana a una belleza etérea, indolora e infinita. Piedra en basto, metal pulido, mármol terso, metal iridiscente.





Su beso vive aislado en un espacio intemporal. Su forma cúbica traduce el amor a la simplicidad eterna donde habita la belleza, donde los amantes están a salvo del devenir. Cubo rugoso, esencial, a penas trabajado que permite contrastar la rudeza de su textura con la limpieza de su mensaje. Los amantes son metáfora del amor como sentimiento compartido. Comparten el mismo bloque, la misma boca, sus brazos no presentan cesura ni separación. Son dos que forman uno.






¿Acaso no es eso el amor?

Sus cabellos, sus brazos, no se separan de la masa, a penas dibujan su forma sobre la aspereza, sobre la superficie intacta del bloque. Muestran un dibujo naif, ingenuo e infantil.

¿No son adjetivos inherentes al verdadero amor?

Brancusi mostró el camino hacia la liberación. Condujo a la escultura a la conquista de si misma. La liberó de la esclavitud de la realidad y la elevó a la esfera primigenia de la forma y la nada. Sus hallazgos formales revolucionaron la plástica y desandaron la realidad tangible para conquistar la belleza de la levedad, el silencio de las estrellas.

Su beso codifica, abstrae la esencia del sentimiento, une de manera inseparable a los cuerpos, desatiende al tiempo, ignora al espacio, y conquista nuestra mirada a través de la conjunción perfecta entre forma y fondo.

Rodin y Brancusi, Brancusi y Rodin nos mostraron el amor, nos acompañaron por dos caminos paralelos que culminan en el mismo punto.
















Gaudi. Discurso y legado.

Antoni Gaudí nació el 25 de junio de 1852, en Reus o en Riudoms. En Riudoms coño! Decían los de Riudoms. Da igual, en la zona, están muy cerca. Murió el 10 de junio de 1926 en Barcelona.
Fue un niño frágil de salud, un estudiante irregular, un joven mundano, arquitecto en plenitud y un anciano-poeta-aislado.
Fue un creyente, fue un cristiano, un hombre de fe inquebrantable, un hombre con una mirada alterna entre el cielo y el suelo, entre Dios y la naturaleza. Sus dos inspiraciones, lo único que no se modificó en su peripecia de artista y de hombre.





Pronto todos notaron su singularidad. Sus profesores dudaban. Nadie tenía claro de si estaban ante un loco o un genio, literalmente esto afirmaba Elies Rogent, profesor y uno de los primeros que le permitió colaborar en proyectos arquitectónicos, hacia 1878, ya titulado. Aunque otros picotearon del genio coz de Antoni.

Artísticamente estaba ligado a la Reinaxensa, movimiento que recuperaba la cultura catalana desde el ámbito universitario y que reivindicaba un gusto por la arquitectura gótica. Esto desde un espíritu romántico, muy similar a otros movimientos que brillaban por toda Europa. También en 1878 conoció a la persona más influyente en su carrera, en términos económicos, que no artísticos, pero sin duda, decisivo para que hoy, gran parte de las obras de Antoni sean Patrimonio de la Humanidad según la UNESCO. Eusebi Güell, mecenas, amigo, protector.






Era un tiempo de cambio, el siglo sin estilo. El siglo de los “neo” comenzaba a vislumbrar una nueva arquitectura basada en el empleo de los materiales de la nueva industria. La arquitectura del hierro, el vidrio, el rascacielos florecía en la obras de la Escuela de Chicago, cimentando el futuro racionalismo y, en Europa, estallarían locos movimientos integradores de las artes, reivindicación de la belleza de todas las industrias y artesanías tradicionales que debían formar parte de la construcción, del mobiliario, pero integrando los nuevos materiales y cierto carácter racionalista: Art Nouveau, jugendstil, Liberty, Secesión, distintos nombres del modernismo según el país.






Un tiempo entre la tradición y la vanguardia, un tiempo entre la arquitectura en piedra y las estructuras autoportantes del hierro, un tiempo marcado por sabios como Willian Morris que reivindica la democratización de la belleza, concepto que sacudió el arte en Europa. Fundó la asociación de artistas Arts and Crafts y, Louis Sullivan, que desde Chicago aleccionaba al mundo con rascacielos geométricos y elevados pero no carentes de la sutileza y belleza de la tradición (relieves en los áticos o bellos nártex clásicos integrados en sus edificios).







Pero Gaudí no pasó a la historia por esto, lo hizo por dibujar una realidad nueva, lo hizo por aunar una arquitectura onírica con una arquitectura habitable, funcional, posible o imposible. Talló edificios, modeló espacios, tamizó la luz, iluminó las sombras, curvò las piedras y alineó las nubes.





 
Hay dos principios esenciales en la poética gaudiana, ander de la naturaleza y trascender al tiempo. Ojo avizor, andió el mundo, la fauna y flora, la creencia y el folclore. Pero vio más allá, quiso trascender nuestra mortal condición, quiso ofrendar su poiesis a Dios y elevarse a la esfera más elevada. Así halló un lenguaje original y único con el que celebrar la vida y honrar al cielo.





Antoni Gaudí elevó fachadas que saludan al viandante con una amplia sonrisa, máscaras y confetis son la epidermis de un edificio. Coronó su construcción con el lomo de un dragón (casa Batlló). Ensambló enormes bloques de piedra para construir un pedestal mariano y colocó como vigías a caballeros fantasmas (casa Milá). Nos invitó a sentarnos el la onda que describe la serpiente (parque Güell) y para rezar nos introdujo en la cripta cavernosa donde el oso duerme el invierno (cripta familia Güell). Pero este homenaje panteísta no debe cegarnos, estas creaciones de enorme poder evocador, no ocultan una inteligencia espacial propia del futuro. Espacios continuos donde el aire circula, luz que abraza la plenitud habitada. Objetos, mobiliario útil que hermanan belleza y función. Hace arte de un grifo, un aparador o una lámpara, democratiza la belleza, eleva el útil cotidiano a la poética de lo imposible y hace del hogar el paraíso perdido.



 






Fue un innovador, recicla la sabiduría de la naturaleza y la convierte en tecnología no imaginada. Sus obras contienen la fabricación en serie, la pedrera está cubierta con piedras diseñadas viamente y construidas con mimo para ensamblar una montaña erosionada por el viento intemporal. El confeti de la casa Batlló está creado por culos de botellas destruidas. Los espacios escorzados, sutiles y elevados se generan con arcos paraboloides (hallazgo impagable por su funcionalidad y eficiencia estructural) que son costillas de dinosaurio que contrapesan perfectamente el empuje de las cubiertas. Las agujas verticales que coronan su mayor obra sacra ( Sagrada Familia) recrean el palomar de adobe propio de la cultura sahariana.





¿Que se le escapó al genio? ¿Qué no fue reciclado y elevado a un plano superior?

Gaudí diseñó una utopía, una cuidad distópica donde le ocupó tanto el diseño y la funcionalidad como el bienestar de aquellos que la debían habitar. Parque, capilla, mercado, viviendas, dan fe de su capacidad para hermanar belleza, función y filantropía.
El arte no cegó al creador, la belleza no confundió al poeta. Su arquitectura es habitable, es inteligente y funcional, racional y avanzada, abrió nuevos caminos y holló nuevas cimas.



Antoni poco a poco pasó del éxito al anonimato, de la popularidad a la soledad, de la lírica a la introspección y así, ensimismado, dibujó un templo que hiere las nubes, acaricia al viento y acuna al sol. Elevó una plegaria pétrea a Dios y legó una geometría celestial a los hombres.



Los últimos años de su vida los pasó en la hondura de su creación, se aisló y olvidó de si mismo. Dibujò, proyectó y experimentó, deambuló y soñó, pero no vivió entre los hombres, habitó un limbo desierto, un cielo siquiera soñado.
Una noche como otra cualquiera caminaba ensimismado, desaliñado, solitario y huérfano de sus semejantes, cuando un tranvía lo atropelló y murió. No lo reconocieron, fue un anónimo exangüe y mal herido que abandonó este mundo ya poblado por el peso de sus obras, ya poblado por la poética mística e inteligente de un artista inesperado, iluso y colosal.


Carmen Laffon. Destellos y horizontes.

Nació en Sevilla, en 1934. Estudió y se formó en su ciudad natal, en Madrid y en París. Viajó por Europa y sus principales capitales para conectar con las tendencias de la pintura de vanguardia y de su generación, de su tiempo. Sus ojos soñaron con habitar el espacio de Rothko o volar de la mano de Marc Chagall. Convivió en Madrid con los pintores más sobresalientes de la abstracción española, Palazuelo, Miralles, Canogar, Sempere, Zobel o Saura, además, del único figurativo, el único raro de la época que forjará su obra adscrito a la pintura figurativa, Antonio López. Como ella, figurativa. Ella, suave y sutil, ligera, aérea y honda. Una pintora que mira con un velo, que desvela una realidad vaporosa y rica en colores, colores solitarios, colores silenciosos, colores como pequeños trinos o notas musicales con sordina, colores como nubes, como plumas, como reflejos húmedos tras La tormenta.






Carmen Laffon. Carmen Laffon, cazadora de imágenes que huyen, que apenas permanecen un instante porque son el resultado casi milagroso de componentes volátiles y cambiantes. Carmen, cazadora del instante irrepetible y finito como el arcoíris.







Premiada y reconocida catedrática de bellas artes. Dominadora del pastel, el óleo o el carboncillo. Escultora delicada que congela el instante que no pudimos captar pero ella supo ver. El espacio mínimo y encantador en el que quisiéramos reposar, el horizonte lejano e infinito por el que quisiéramos volar. Tiene la obra de Carmen una música, un piano, un violín, un no sé qué que nos acoge, abraza y susurra. Su pintura no grita, no nos exige atención, pero nuestra vista quiere habitarla, nuestro cuerpo quiere ocuparla. Nuestra mente quiere soñarla.








 
Los temas que atiende su obra son paisajes, son pequeños interiores, son naturalezas muertas, no son aquellos temas que buscan enseñarnos la verdad última, definitiva e incuestionable. Sus temas son un pequeño discurso, humilde, a penas dicho, nunca gritado, siempre bello, cotidiano y ligado a la costumbre, a esa costumbre que no atendemos porque no grita ni se pavonea, no se impone ni expone, quizá por eso los demás no la vemos, pero Carmen si. Carmen para el reloj del mundo y se apropia del pequeño instante donde surge la belleza, la música de las cosas y del tiempo, la de la verdadera belleza, que es siempre la que está más cerca y más nos cuesta ver.





Sus paisajes tienen punto de vista alto, horizonte medio o bajo, para que la vista respire, el aire circule, la masa se acueste. Cada línea de lo construido parece evaporarse para, ante ese cielo amplio, marcar un contraste de solidez y geometría, líneas de cielo pausadas o dentadas que hieren la atmósfera sin dañar, trasunto anguloso frente a la inmensidad monótona e informe. Tonos que palidecen como un coro que se aleja, pequeñas notas de color como contrapunto a un velo uniforme pero calado por cromatismos de rubí, esmeralda, zafiro y oro.







Sus interiores viajan, dialogan con Vermeer. Coloca el foco lateral de una ventana que baña el espacio de una luz blanca, define contornos, alumbra, descubre el espacio y nubla los miedos. Coloca ventana en el fondo y baña el objeto hasta desmaterializarlo. Lo cubre en nácar, lo nubla o esconde para solo dejar ver aquello que de el importa, esa tonalidad o esa fina línea que lo define.






Los objetos pierden su contorno constante, parecen confundirse con el fondo, se apropian del aire y lo introducen en su naturaleza de madera, metal o cerámica, desvelan su material solo con pequeños retazos que acarician nuestra mirada e informan a nuestra mente, huyendo de la obviedad, de la pueril verdad de su materia. Así, cada objeto, cada espacio se convierte en único. Disuelto en el aire, abrazado por la luz, sorprendido por nuestro mirar parece esconderse en brillos moteados y susurros al oído.








                    


Su escultura en escayola, en bronce, está ligada al campo, a la labor milenaria de la vid. Ligada sí a recoger racimos de belleza y realidad, con brillos atenuados, añejos y repletos de nobleza y verdad, olorosos, sabrosos y humildes como solo puede ser el paisaje, la vida donde discurre labor tan vieja y sabia como la dedicada al vino. Sus parras de escayola enmarcan pequeños y recónditos lugares de descanso y sueño en medio de la hilera infinita donde pende la hoja, se balancea la uva. Sus bronces recogen el fruto en canastas que cuentan leyendas de antaño que hablan de la sabia industria cosechera y elaboradora del caldo milenario.








Entre Sevilla, Doñana y San Lucar discurre su mirada, se nutren sus pinceles, viajan sus anhelos de artista refinada y sutil. Su arte ha alcanzado la depuración máxima que permite prescindir de lo que confunde o nubla la verdad. Esa depuración solo acepta aire, luz y color, poca masa y mucho espacio, hondo discurso y pocos caprichos. Mucho silencio y narración concisa, leve y musical, etérea. Lenguaje limpio que huye del ruido y renuncia al discurso alambicado y presumido, ruidoso y vacío del artista que no tiene nada que decir. Carmen dice mucho con colores que apenas tililan como estrellas lejanas, dice mucho con luces tersas y lejanas, dice mucho con espacios callados, vacíos de ruido y llenos de vida.

lunes, 13 de abril de 2020

Acciòn y reflexión sobre el plano. Alegato.



La pintura abstracta parte de una premisa fundamental: la pintura sirve para lo que la pintura es, no para reproducir objetos o espacios de otra naturaleza, origen, sino para pintar lo que es esencia de la pintura. 

¿Qué es pintura?

La pintura es una mezcla de masa acuosa en diferentes grados o densidades que aplicada a un plano y aliada con la luz genera elementos cromáticos. Si no nos conformamos con esto es que nuestra mente demanda significado, y, la pintura, no debe cargar con esa responsabilidad. 






El significado, el contenido demandado tiene su origen en un tirano. El tirano es la mente. La mente exige información pautada, sustancial y cargada de elementos cuantificables, calificables, susceptibles de contener información útil. Información ordenada y práctica. 

La mente quiere percibir para entender. La mente quiere leer la realidad y ordenar a nuestros sentidos en función de dicha realidad. La mente tiraniza a nuestros sentidos, les somete a la condición de herramientas para nuestra supervivencia. La mente necesita imágenes comprensibles, por tanto la pintura, o cualquier otra manifestación artística, debe ser realidad.

La realidad figurativa fue siempre el paradigma artístico por los siglos de los siglos, sobre todo en aquellas épocas en las que el clasicismo y su mímesis dictaban el paradigma de belleza. Por tanto, si el camino a la belleza es la mímesis, solo la copia o interpretación de la naturaleza puede ser bella. La pintura, entonces, murió cuando nació la fotografía. 

¿Quién o qué puede conseguir la mímesis mejor que la cámara fotográfica?

El fluido cromático sobre un plano puede crear movimiento, agrupamientos, contrastes, similitudes. Puede crear orden o desorden. Puede transmitir movimiento o quietud. Puede llenar el plano o establecer grandes vacíos, puede inquietarnos o relajarnos según las gamas cromáticas empleadas. Puede anular el espacio o ampliarlo de manera infinita, puede diseñar formas irreconocibles, inesperadas, puede someternos o puede liberarnos.




La pintura es una experiencia sensorial, no es una experiencia racional. La información no es esencial, lo esencial es conmover nuestros sentidos, elevarnos o hundirnos, dañarnos o acunarnos. No es un lugar, es un viaje. No es una certeza, es una propuesta.



La pintura es color. Su cantidad, densidad, dirección, variedad, es lo único real, lo único tangible y exigible. La pintura es un lenguaje cuyo alfabeto está basado en principios de refracción de la luz y alquimia mineral o vegetal. La representación de algo en el plano convierte a este algo en significante, pero en la abstracción se quiebra la relación entre signo y significado. Una forma novedosa, aún no vista, no leída, no puede relacionarse con un significado, por tanto nuestra mente sufre, no puede traducir lo que ve, no encuentra cohesión entre significante y significado por lo que buscará lo comprensible, y nos convertirá en esclavos de la realidad visible, por tanto ciegos ante la realidad invisible, no aptos para disfrutar de la poesía.





¿Hay relación entre el significante y el significado en la música?

Todos entendemos claramente qué significa emplear la clave de sol? La escala menor armónica? Que es la síncopa? Qué es el compás ternario?

La música emplea esas herramientas y nos conmueve, nos atrae, nos alegra o entristece, pero sin necesidad de que entendamos sus códigos. Simplemente nos dejamos llevar por sensaciones que no son racionalizadas ni codificadas, somos presa de una experiencia estética, sensorial, no encadenada a la razón. 

Si en la música aceptamos y disfrutamos la lejanía entre significante (tono menor, por ejemplo) y significado (sensación de melancolía o tristeza) ¿porque no podemos hacerlo en la pintura?






La pintura abstracta busca relaciones o contrastes, inquietud o relax, caos o armonía, dinamismo o estatismo, pero, lo que no busca, es describir, informar o reflejar lo ya visto o conocido. Por tanto juzgarla desde el criterio de a qué se parece o qué es, es absurdo. Es vernos sometidos y cegados por el arte de lo comprensible, de lo razonable. Así, no podremos disfrutar la belleza sublime que transmiten los fenómenos que no podemos explicar.







¿Podemos explicar todos los elementos implícitos en una erupción volcánica?
¿Es bella una erupción volcánica?

¿Quién dijo que la belleza para ser, debe ser comprensible? Razonable?

La belleza puede ser el leve contacto entre un rojo y un azul. La belleza puede estar en las líneas que huyen en diagonal hacia el infinito tridimensional de un plano. La belleza puede ser la ausencia, tachonada de leves gotas amarillas sobre un blanco purísimo. La belleza puede anidar en un caleidoscopio de color que solo ordena el caos o desordena el equilibrio. La belleza puede vivir en el contraste doloroso del verde con el amarillo. La belleza puede esconderse en una composición frenética de azules o en el silencio dorado de ocres crepusculares. La belleza puede ocultarse tras el blanco y su gradación blanquísima. La belleza puede ser la elegancia que supone el matrimonio blanco y negro. La belleza es geométrica o dislocada como el paisaje cárstico en descomposición. 






La belleza es armonía en un sueño de Mondrian.





La belleza es silencio en una catedral de Rothko.




La belleza es terremoto en una borrachera de Pollock.





La belleza es el color del mundo ante nuestros ojos, ante una mirada pura, prístina.

sábado, 11 de abril de 2020

Diálogo. La naturaleza esculpida.



Eduardo Chillida Juantegui nació el 10 de enero de 1924 y murió el 19 de agosto de 2002. Nació, vivió y murió en San Sebastián, pero sin duda es un artista universal, dan fe de ello, su obra, el reconocimiento que está obtuvo, los innumerables premios y reconocimientos académicos internacionales que adornan su biografía.





Eduardo Chillida Juantegui estableció un diálogo con el mundo de amplio espectro, no con los hombres, ya que fue humilde y discreto como los sabios, sino con los elementos. Nadie entendió la
fuerza y riqueza que anida en la naturaleza como él, nadie convirtió el panteísmo en un vehículo expresivo tan rico y sustancial como él.







Chillida domesticó las fuerzas esenciales y las modeló, talló, fraguó, grabó, hasta convertirlas en alfabeto con el que articular el idioma del silencio. Con estas herramientas ensambló un discurso elegante y lleno, hondo y reflexivo. Nadie abrazó la piedra, el hierro, la madera con tanto respeto y amor como él. Nadie, como Eduardo Chillida Juantegui, diálogo con la materia de un modo tan directo. Nadie como él conquistó el vacío, atrapó la nada, hasta convertirla en sustancia seminal de la belleza.







Como todo escultor, como todo artista, no pudo escapar al influjo del arte clásico y en sus años de aprendizaje, trabajó el torso desnudo, la anatomía humana. Modeló músculos, construyó bellos desnudos como camino, como senda que conduce a la comprensión de la belleza imperecedera. Elaboró un discurso naturalista, real, pero pronto entendió que lo humano es efímero, cambiante y dúctil, por lo que buscó inspiración en lo estable, incuestionable e inamovible. Halló la fuerza del viento, la infinita línea del horizonte, la música del agua, y el reino de la luz, elementos que se convirtieron en sus aliados. Escogió la piedra y el hierro, vetustos testigos del discurrir geológico, de la inmensidad del tiempo, y trabó con ellos una relación familiar y cercana. Él nos habló con letras de piedra y signos metálicos. El Hierro, la madera o el alabastro pudieron comunicarnos su verdad porque Eduardo les dio voz.









El artista es un creador de formas, su poética no se basa en la mirada hacia la realidad, su mirada es la de un demiurgo, debe ver aquello que no es aún, que no ha adoptado una forma, que no pesa ni ocupa un espacio. Para ser, formarse, pesar y ocupar necesita un hombre, un creador que desvele, que extraiga de las ruinas de la realidad una arquitectura de lo posible, de lo que será.
El hierro en Chillida convive con la madera. Estos dos materiales se engarzan. La madera es un trono estable, el hierro dibuja en el aire la geometría de una Babilonia ferrosa, oscura y pesada, lo que contrasta con la ligereza porosa e irregular del alma de los árboles. Un elemento subterráneo y viejo ensamblado al fresco, oloroso y aéreo ocre del árbol que se asienta en la superficie, en el mundo exterior y luminoso.





La piedra para Eduardo es una masa recortable, es una masa que puede ser vaciada y habitada. Puede ser una mansión para el vacío, puede ser una frontera entre el aquí y el allá. La cincela mediante una geometría dentada, escalonamientos de noventa grados que convierten su naturaleza salvaje e irreductible en cuerpo calado y en diseño monótono y musical. Es pulida para atrapar la luz. Esta, refleja en la superficie pétrea o corre por carriles angostos y angulosos hasta verse atrapa, confinada en un dédalo a veces escarpado, a veces reposado, a veces solitario como el Nilo en su discurrir por el desierto.





Pero Eduardo basó su arte en un código sencillo y ancestral, la dualidad, el contraste. Acercó elementos alejados, hermanó a enemigos seculares. Su obra contiene el constante diálogo entre lo imposible. El lleno convive con el vacío, la curva puede ser ensamblada en la recta. La luz puede anidar en la más oscura hoquedad. El elemento más colosal y pesado puede flotar como pluma al viento.








El Hierro se curva como flagelo, como llama, como junco. La piedra de naturaleza trágica, volcánica, es tersa y proporcionada como la perla sobre terciopelo. La madera brilla y se acuesta sobre horizontales y paralelas. El hormigón pende de un hilo, flota en gravedad cero sobre un suelo que nunca abrazará.

Sus grabados, su obra en papel reproduce la geometría y el contraste como lenguaje, pero se adapta a dos dimensiones que parecen contener el espacio infinito. Al blanco de celulosa, rugoso e impuro, le impone un dibujo simple de tinta negra, tersa y uniforme, que llena, recorta o discurre en espacio blanco e infinito. La conjunción de ambos tonos y texturas nos anuncia una esperanza, una posibilidad de perfección. Limpieza, pureza, elegancia. Cada material, cada tonalidad vale lo que vale, pesa lo que pesa. Es un discurso escueto, de pocos elementos, y esto precisamente es lo que eleva a cada elemento y al conjunto a obra maestra.








Eduardo Chillida Juantegui no fue un hombre normal, fue un artista excepcional. Lo fue porque suspendió a colosos sobre alas de mariposa. Lo fue porque vacío una montaña para que en su seno anidara luz. Lo fue porque durmió sobre el horizonte. Lo fue porque cantó y bailó con el agua. Lo fue porque llenó el vacío, porque introdujo el aire en la masa. Lo fue porque dibujo en el aire, gobernó la luz y peinó el viento.