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jueves, 16 de abril de 2020

August Rodin. Constantin Brancusi. Divergencia y confluencia.

El arte es un lenguaje. El lenguaje es un código para comunicar, para pensar. El arte encuentra distintos materiales o canales para ser. Es sofisticado o simple, figurativo o abstracto. Es reposado o urgente, vanidoso o elegante. Es gestual, narrativo y detallado, o es frío, depurado y lejano como un ruido que habita el horizonte. El arte es acuñado en la blandura del barro o parido de un enorme bloque de piedra. Es amor o es guerra, pacífico o pesimista, lujo o miseria, sangre o luz. Es un alma humana que urge a sus semejantes a observar, a escuchar, a vivir.

August Rodin quizás recorrió muchos de los caminos que tiene el arte para ser, sin duda, conoció la técnica y dominó el material. Fue un escultor capaz de congelar momentos, capaz de escoger el gesto concreto que narra una historia, el momento exacto que vale por el todo. De algún modo, posee una mirada concreta y concisa, de amplitud oceánica.


Rodin es un artista que nos mostró la introspección y hondura humana en el pensador. La actitud diversa, valiente y digna, ensimismada y asustada ante la muerte, en los burgueses de Caláis. Mostró todo el erotismo, cruda sensualidad, en sus desnudos femeninos o, toda la tensión dramática, fuerza esencial en el desnudo masculino.







Materializó el pensamiento de Dante en sus puertas del infierno, un catálogo de figuras que, tomadas de forma autónoma, suponen un resumen de la mejor escultura de finales del siglo XIX y, tomadas como conjunto, suponen una poesía visual digna del magnífico poeta florentino, que transitó el limbo, bajo a los infiernos y arribó al paraíso.







Partiendo de postulados académicos y de su conocimiento directo de la obra de Donatello o Miguel Ángel, supo trazar un nuevo camino que convertía la figura académica, desprovista de vida y contexto, en figura viva, que muestra las desdichas o las esperanzas del hombre y la mujer, que muestran las huellas del proceso creativo, ya sea la muesca que deja el artista en la talla directa, la acaricia manual sobre el barro o la dramática herida que infringe el molde al separase del bronce. Así, un proceso creativo repleto de lirismo y verdad.




De este legado podemos extraer un obra que es paradigma rodiniano (palabra de difícil encaje que me acabo de inventar). El beso.





Sin duda, cualquier lenguaje es válido para explicar el amor. Sin duda la plástica halla en el amor un tema privilegiado para conducirse con acierto en pos de la belleza. Sin duda la belleza es amor, está, habita en el amor, como el amor refleja lo bello. Captar mediante elementos plástico el amor es un acto al que el artista no se puede resistir y, August, Rodin, escogió un acto de amor para crear un discurso bello.

Su beso es un beso profundo, que muestra con amplitud los cuerpos entrelazados de los amantes pero oculta con sutileza el contacto preciso de los labios, dando protagonismo a todo el mecanismo físico, incluyendo toda la anatomía implicada en el gesto mínimo que pone en contacto una mínima parte del cuerpo de los amantes. Se abrazan y sienten, se elevan como espiral cálida hacia el infinito. Sus cuerpos escapan a la pesadez pétrea de su materia, sus cuerpos se pulen, se definen sacudiéndose la materia informe de la que despegan. Sin embargo, esta liberación de las figuras respecto a la masa, deja a esta en la crudeza de su basta geología.

¿Cuánto significado se concentra en este instante? ¿Cuanta fuerza física y espiritual materializa este gesto? Amplia narración, colosal metáfora.

Rodin aprendió junto a los maestros de la academia en París, donde llegó como hijo de campesinos. Viajò a Italia y trascendió a sus contemporáneos, a su arte, hollando un camino arriesgado y leal consigo mismo, retando a los cánones decimonónicos, anclados en una idea de belleza perfecta en su frialdad y aburrida en su perfección. Rodin es el escultor del impresionismo, porque captó todos los fenómenos que rodean la génesis de la obra y las contingencias que afectan al material, la dinámica del mundo y lo cambiante del tiempo, que dejan su sello en la obra de arte.

Rodin conoció e invitó a colaborar con él a un joven rumano recién llegado a París para convertirse en un gran escultor. Este lo rechazó, a pesar de la admiración y reconocimiento que sentía por el maestro francés.
Constantin Brancusi estudió en Bucarest, y tras su formación académica en bellas artes recorrió a pie la distancia entre la capital rumana y la francesa. Se sumergió en la bulliciosa París de las vanguardias. Trabó una íntima relación con Amadeo Modigliani (sin duda, hijos del mismo Dios) y admiró la obra impresionista y avanzada de August Rodin. Flirteò con el impresionismo pero pronto inició un camino personal, esencialista, depurado, objetivo, primigenio y ligado solo a la escultura, a su esencia dibujada y matérica. Creo una relación intensa con el material, hasta dejar a este como único protagonista de su soliloquio.




Constantin redujo su lenguaje a la esencia de cada forma que le inspiró. Buscó y halló la más simple y limpia de las formas. Se expresó empleando el cubo, la levedad de una curva parabòlica, el trazo cerrado de un ovoide, que se tradujeron en un hermanamiento con el diseño más primitivo, un homenaje al arte tribal de nuestros antepasados y aprendió de la belleza seminal de las figurillas prehistóricas.





 


Constantin Brancusi eliminó toda referencia al contexto, ignoró cualquier tipo de narración, enmudeció la materia para elevarla a símbolo o metáfora. El pájaro, el cuerpo humano, la geometría, se reducen a si mismos, son una página en blanco que no ofrece nada salvo su presencia. Su significado, su principio y su fin se agotan en sí mismas, en sus formas sencillas y en su materialidad pura, en su discurso intemporal.

Brancusi construyó una torre infinita, demostrando a los dioses que podía alcanzar su Olimpo. Dibujó un pájaro aerodinámico y veloz, un cuerpo que atraviesa el viento anclado a su pedestal. Redujo la faz humana a una belleza etérea, indolora e infinita. Piedra en basto, metal pulido, mármol terso, metal iridiscente.





Su beso vive aislado en un espacio intemporal. Su forma cúbica traduce el amor a la simplicidad eterna donde habita la belleza, donde los amantes están a salvo del devenir. Cubo rugoso, esencial, a penas trabajado que permite contrastar la rudeza de su textura con la limpieza de su mensaje. Los amantes son metáfora del amor como sentimiento compartido. Comparten el mismo bloque, la misma boca, sus brazos no presentan cesura ni separación. Son dos que forman uno.






¿Acaso no es eso el amor?

Sus cabellos, sus brazos, no se separan de la masa, a penas dibujan su forma sobre la aspereza, sobre la superficie intacta del bloque. Muestran un dibujo naif, ingenuo e infantil.

¿No son adjetivos inherentes al verdadero amor?

Brancusi mostró el camino hacia la liberación. Condujo a la escultura a la conquista de si misma. La liberó de la esclavitud de la realidad y la elevó a la esfera primigenia de la forma y la nada. Sus hallazgos formales revolucionaron la plástica y desandaron la realidad tangible para conquistar la belleza de la levedad, el silencio de las estrellas.

Su beso codifica, abstrae la esencia del sentimiento, une de manera inseparable a los cuerpos, desatiende al tiempo, ignora al espacio, y conquista nuestra mirada a través de la conjunción perfecta entre forma y fondo.

Rodin y Brancusi, Brancusi y Rodin nos mostraron el amor, nos acompañaron por dos caminos paralelos que culminan en el mismo punto.
















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