Fue un niño frágil de salud, un estudiante irregular, un joven mundano, arquitecto en plenitud y un anciano-poeta-aislado.
Fue un creyente, fue un cristiano, un hombre de fe inquebrantable, un hombre con una mirada alterna entre el cielo y el suelo, entre Dios y la naturaleza. Sus dos inspiraciones, lo único que no se modificó en su peripecia de artista y de hombre.
Pronto todos notaron su singularidad. Sus profesores dudaban. Nadie tenía claro de si estaban ante un loco o un genio, literalmente esto afirmaba Elies Rogent, profesor y uno de los primeros que le permitió colaborar en proyectos arquitectónicos, hacia 1878, ya titulado. Aunque otros picotearon del genio coz de Antoni.
Artísticamente estaba ligado a la Reinaxensa, movimiento que recuperaba la cultura catalana desde el ámbito universitario y que reivindicaba un gusto por la arquitectura gótica. Esto desde un espíritu romántico, muy similar a otros movimientos que brillaban por toda Europa. También en 1878 conoció a la persona más influyente en su carrera, en términos económicos, que no artísticos, pero sin duda, decisivo para que hoy, gran parte de las obras de Antoni sean Patrimonio de la Humanidad según la UNESCO. Eusebi Güell, mecenas, amigo, protector.
Era un tiempo de cambio, el siglo sin estilo. El siglo de los “neo” comenzaba a vislumbrar una nueva arquitectura basada en el empleo de los materiales de la nueva industria. La arquitectura del hierro, el vidrio, el rascacielos florecía en la obras de la Escuela de Chicago, cimentando el futuro racionalismo y, en Europa, estallarían locos movimientos integradores de las artes, reivindicación de la belleza de todas las industrias y artesanías tradicionales que debían formar parte de la construcción, del mobiliario, pero integrando los nuevos materiales y cierto carácter racionalista: Art Nouveau, jugendstil, Liberty, Secesión, distintos nombres del modernismo según el país.
Un tiempo entre la tradición y la vanguardia, un tiempo entre la arquitectura en piedra y las estructuras autoportantes del hierro, un tiempo marcado por sabios como Willian Morris que reivindica la democratización de la belleza, concepto que sacudió el arte en Europa. Fundó la asociación de artistas Arts and Crafts y, Louis Sullivan, que desde Chicago aleccionaba al mundo con rascacielos geométricos y elevados pero no carentes de la sutileza y belleza de la tradición (relieves en los áticos o bellos nártex clásicos integrados en sus edificios).
Pero Gaudí no pasó a la historia por esto, lo hizo por dibujar una realidad nueva, lo hizo por aunar una arquitectura onírica con una arquitectura habitable, funcional, posible o imposible. Talló edificios, modeló espacios, tamizó la luz, iluminó las sombras, curvò las piedras y alineó las nubes.
¿Que se le escapó al genio? ¿Qué no fue reciclado y elevado a un plano superior?
Gaudí diseñó una utopía, una cuidad distópica donde le ocupó tanto el diseño y la funcionalidad como el bienestar de aquellos que la debían habitar. Parque, capilla, mercado, viviendas, dan fe de su capacidad para hermanar belleza, función y filantropía.
El arte no cegó al creador, la belleza no confundió al poeta. Su arquitectura es habitable, es inteligente y funcional, racional y avanzada, abrió nuevos caminos y holló nuevas cimas.
Los últimos años de su vida los pasó en la hondura de su creación, se aisló y olvidó de si mismo. Dibujò, proyectó y experimentó, deambuló y soñó, pero no vivió entre los hombres, habitó un limbo desierto, un cielo siquiera soñado.
Una noche como otra cualquiera caminaba ensimismado, desaliñado, solitario y huérfano de sus semejantes, cuando un tranvía lo atropelló y murió. No lo reconocieron, fue un anónimo exangüe y mal herido que abandonó este mundo ya poblado por el peso de sus obras, ya poblado por la poética mística e inteligente de un artista inesperado, iluso y colosal.
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