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sábado, 11 de abril de 2020

Diálogo. La naturaleza esculpida.



Eduardo Chillida Juantegui nació el 10 de enero de 1924 y murió el 19 de agosto de 2002. Nació, vivió y murió en San Sebastián, pero sin duda es un artista universal, dan fe de ello, su obra, el reconocimiento que está obtuvo, los innumerables premios y reconocimientos académicos internacionales que adornan su biografía.





Eduardo Chillida Juantegui estableció un diálogo con el mundo de amplio espectro, no con los hombres, ya que fue humilde y discreto como los sabios, sino con los elementos. Nadie entendió la
fuerza y riqueza que anida en la naturaleza como él, nadie convirtió el panteísmo en un vehículo expresivo tan rico y sustancial como él.







Chillida domesticó las fuerzas esenciales y las modeló, talló, fraguó, grabó, hasta convertirlas en alfabeto con el que articular el idioma del silencio. Con estas herramientas ensambló un discurso elegante y lleno, hondo y reflexivo. Nadie abrazó la piedra, el hierro, la madera con tanto respeto y amor como él. Nadie, como Eduardo Chillida Juantegui, diálogo con la materia de un modo tan directo. Nadie como él conquistó el vacío, atrapó la nada, hasta convertirla en sustancia seminal de la belleza.







Como todo escultor, como todo artista, no pudo escapar al influjo del arte clásico y en sus años de aprendizaje, trabajó el torso desnudo, la anatomía humana. Modeló músculos, construyó bellos desnudos como camino, como senda que conduce a la comprensión de la belleza imperecedera. Elaboró un discurso naturalista, real, pero pronto entendió que lo humano es efímero, cambiante y dúctil, por lo que buscó inspiración en lo estable, incuestionable e inamovible. Halló la fuerza del viento, la infinita línea del horizonte, la música del agua, y el reino de la luz, elementos que se convirtieron en sus aliados. Escogió la piedra y el hierro, vetustos testigos del discurrir geológico, de la inmensidad del tiempo, y trabó con ellos una relación familiar y cercana. Él nos habló con letras de piedra y signos metálicos. El Hierro, la madera o el alabastro pudieron comunicarnos su verdad porque Eduardo les dio voz.









El artista es un creador de formas, su poética no se basa en la mirada hacia la realidad, su mirada es la de un demiurgo, debe ver aquello que no es aún, que no ha adoptado una forma, que no pesa ni ocupa un espacio. Para ser, formarse, pesar y ocupar necesita un hombre, un creador que desvele, que extraiga de las ruinas de la realidad una arquitectura de lo posible, de lo que será.
El hierro en Chillida convive con la madera. Estos dos materiales se engarzan. La madera es un trono estable, el hierro dibuja en el aire la geometría de una Babilonia ferrosa, oscura y pesada, lo que contrasta con la ligereza porosa e irregular del alma de los árboles. Un elemento subterráneo y viejo ensamblado al fresco, oloroso y aéreo ocre del árbol que se asienta en la superficie, en el mundo exterior y luminoso.





La piedra para Eduardo es una masa recortable, es una masa que puede ser vaciada y habitada. Puede ser una mansión para el vacío, puede ser una frontera entre el aquí y el allá. La cincela mediante una geometría dentada, escalonamientos de noventa grados que convierten su naturaleza salvaje e irreductible en cuerpo calado y en diseño monótono y musical. Es pulida para atrapar la luz. Esta, refleja en la superficie pétrea o corre por carriles angostos y angulosos hasta verse atrapa, confinada en un dédalo a veces escarpado, a veces reposado, a veces solitario como el Nilo en su discurrir por el desierto.





Pero Eduardo basó su arte en un código sencillo y ancestral, la dualidad, el contraste. Acercó elementos alejados, hermanó a enemigos seculares. Su obra contiene el constante diálogo entre lo imposible. El lleno convive con el vacío, la curva puede ser ensamblada en la recta. La luz puede anidar en la más oscura hoquedad. El elemento más colosal y pesado puede flotar como pluma al viento.








El Hierro se curva como flagelo, como llama, como junco. La piedra de naturaleza trágica, volcánica, es tersa y proporcionada como la perla sobre terciopelo. La madera brilla y se acuesta sobre horizontales y paralelas. El hormigón pende de un hilo, flota en gravedad cero sobre un suelo que nunca abrazará.

Sus grabados, su obra en papel reproduce la geometría y el contraste como lenguaje, pero se adapta a dos dimensiones que parecen contener el espacio infinito. Al blanco de celulosa, rugoso e impuro, le impone un dibujo simple de tinta negra, tersa y uniforme, que llena, recorta o discurre en espacio blanco e infinito. La conjunción de ambos tonos y texturas nos anuncia una esperanza, una posibilidad de perfección. Limpieza, pureza, elegancia. Cada material, cada tonalidad vale lo que vale, pesa lo que pesa. Es un discurso escueto, de pocos elementos, y esto precisamente es lo que eleva a cada elemento y al conjunto a obra maestra.








Eduardo Chillida Juantegui no fue un hombre normal, fue un artista excepcional. Lo fue porque suspendió a colosos sobre alas de mariposa. Lo fue porque vacío una montaña para que en su seno anidara luz. Lo fue porque durmió sobre el horizonte. Lo fue porque cantó y bailó con el agua. Lo fue porque llenó el vacío, porque introdujo el aire en la masa. Lo fue porque dibujo en el aire, gobernó la luz y peinó el viento.










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