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jueves, 16 de abril de 2020

Carmen Laffon. Destellos y horizontes.

Nació en Sevilla, en 1934. Estudió y se formó en su ciudad natal, en Madrid y en París. Viajó por Europa y sus principales capitales para conectar con las tendencias de la pintura de vanguardia y de su generación, de su tiempo. Sus ojos soñaron con habitar el espacio de Rothko o volar de la mano de Marc Chagall. Convivió en Madrid con los pintores más sobresalientes de la abstracción española, Palazuelo, Miralles, Canogar, Sempere, Zobel o Saura, además, del único figurativo, el único raro de la época que forjará su obra adscrito a la pintura figurativa, Antonio López. Como ella, figurativa. Ella, suave y sutil, ligera, aérea y honda. Una pintora que mira con un velo, que desvela una realidad vaporosa y rica en colores, colores solitarios, colores silenciosos, colores como pequeños trinos o notas musicales con sordina, colores como nubes, como plumas, como reflejos húmedos tras La tormenta.






Carmen Laffon. Carmen Laffon, cazadora de imágenes que huyen, que apenas permanecen un instante porque son el resultado casi milagroso de componentes volátiles y cambiantes. Carmen, cazadora del instante irrepetible y finito como el arcoíris.







Premiada y reconocida catedrática de bellas artes. Dominadora del pastel, el óleo o el carboncillo. Escultora delicada que congela el instante que no pudimos captar pero ella supo ver. El espacio mínimo y encantador en el que quisiéramos reposar, el horizonte lejano e infinito por el que quisiéramos volar. Tiene la obra de Carmen una música, un piano, un violín, un no sé qué que nos acoge, abraza y susurra. Su pintura no grita, no nos exige atención, pero nuestra vista quiere habitarla, nuestro cuerpo quiere ocuparla. Nuestra mente quiere soñarla.








 
Los temas que atiende su obra son paisajes, son pequeños interiores, son naturalezas muertas, no son aquellos temas que buscan enseñarnos la verdad última, definitiva e incuestionable. Sus temas son un pequeño discurso, humilde, a penas dicho, nunca gritado, siempre bello, cotidiano y ligado a la costumbre, a esa costumbre que no atendemos porque no grita ni se pavonea, no se impone ni expone, quizá por eso los demás no la vemos, pero Carmen si. Carmen para el reloj del mundo y se apropia del pequeño instante donde surge la belleza, la música de las cosas y del tiempo, la de la verdadera belleza, que es siempre la que está más cerca y más nos cuesta ver.





Sus paisajes tienen punto de vista alto, horizonte medio o bajo, para que la vista respire, el aire circule, la masa se acueste. Cada línea de lo construido parece evaporarse para, ante ese cielo amplio, marcar un contraste de solidez y geometría, líneas de cielo pausadas o dentadas que hieren la atmósfera sin dañar, trasunto anguloso frente a la inmensidad monótona e informe. Tonos que palidecen como un coro que se aleja, pequeñas notas de color como contrapunto a un velo uniforme pero calado por cromatismos de rubí, esmeralda, zafiro y oro.







Sus interiores viajan, dialogan con Vermeer. Coloca el foco lateral de una ventana que baña el espacio de una luz blanca, define contornos, alumbra, descubre el espacio y nubla los miedos. Coloca ventana en el fondo y baña el objeto hasta desmaterializarlo. Lo cubre en nácar, lo nubla o esconde para solo dejar ver aquello que de el importa, esa tonalidad o esa fina línea que lo define.






Los objetos pierden su contorno constante, parecen confundirse con el fondo, se apropian del aire y lo introducen en su naturaleza de madera, metal o cerámica, desvelan su material solo con pequeños retazos que acarician nuestra mirada e informan a nuestra mente, huyendo de la obviedad, de la pueril verdad de su materia. Así, cada objeto, cada espacio se convierte en único. Disuelto en el aire, abrazado por la luz, sorprendido por nuestro mirar parece esconderse en brillos moteados y susurros al oído.








                    


Su escultura en escayola, en bronce, está ligada al campo, a la labor milenaria de la vid. Ligada sí a recoger racimos de belleza y realidad, con brillos atenuados, añejos y repletos de nobleza y verdad, olorosos, sabrosos y humildes como solo puede ser el paisaje, la vida donde discurre labor tan vieja y sabia como la dedicada al vino. Sus parras de escayola enmarcan pequeños y recónditos lugares de descanso y sueño en medio de la hilera infinita donde pende la hoja, se balancea la uva. Sus bronces recogen el fruto en canastas que cuentan leyendas de antaño que hablan de la sabia industria cosechera y elaboradora del caldo milenario.








Entre Sevilla, Doñana y San Lucar discurre su mirada, se nutren sus pinceles, viajan sus anhelos de artista refinada y sutil. Su arte ha alcanzado la depuración máxima que permite prescindir de lo que confunde o nubla la verdad. Esa depuración solo acepta aire, luz y color, poca masa y mucho espacio, hondo discurso y pocos caprichos. Mucho silencio y narración concisa, leve y musical, etérea. Lenguaje limpio que huye del ruido y renuncia al discurso alambicado y presumido, ruidoso y vacío del artista que no tiene nada que decir. Carmen dice mucho con colores que apenas tililan como estrellas lejanas, dice mucho con luces tersas y lejanas, dice mucho con espacios callados, vacíos de ruido y llenos de vida.

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